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El sol del membrillo, de Víctor Erice

El sol del membrillo, de Víctor Erice

VICTOR ERICE
Cineasta español (Carranza, Vizcaya 1940). Licenciado en Derecho y Ciencias Políticas y Económicas, estudia dirección en la Escuela de Cine de Madrid en 1963. Crítico de cine en diversas publicaciones como Cuadernos de Arte y Pensamiento, pero en especial en la revista especializada Nuestro Cine, debuta como director con Los Desafíos (1969), cuyos otros dos episodios sobre la violencia están dirigidos por José Luis Egea y Claudio Guerín. Tiene una importante repercusión crítica El Espíritu de la Colmena (1973), que parte de la tradición del cine fantástico norteamericano para reflejar la dura etapa atravesada por el país en la posguerra, narrar con gran sobriedad la relación de dos niñas pequeñas con su padre y construir el miedo y la fascinación que encierra la infancia. Tras diez años dedicados a la publicidad, a partir de un relato de Adelaida García Morales rueda El Sur (1983), de nuevo sobre unas complejas relaciones hija-padre en el triste mundo de los años cuarenta, pero, a pesar de que el productor Elías Querejeta solo le permite rodar los dos primeros tercios, es una obra maestra. Después de otra larga etapa publicitaria, rueda El Sol del Membrillo (1992), un personal documento sobre el pintor realista Antonio López, película de la que nos ocupamos a continuación.


El sol del membrillo, de Víctor Erice: Anatomía de un sueño
Fernando Bayón Martín
El sol del membrillo (Una película de Víctor Erice inspirada en un trabajo de Antonio López, 1992) filma la determinación artística de una voluntad por representar un membrillero sobre el que incide maravillosamente la luz de la mañana. Y esto es tanto como filmar la confrontación de aquella voluntad con la fluencia cósmica e irreparable del tiempo, haciéndola arrostrar la variabilidad meteorológica y la evanescencia de las formas orgánicas. Víctor Erice ofrece su cámara a la metódica, casi misional, entrega de Antonio López a su trabajo, a su pulcra y religiosa mirada con destino a la exuberancia vegetal del árbol, al paciente duelo entablado con los eternos ciclos de la naturaleza; esfuerzos todos ellos que coadyuvan a la construcción de una poderosa metáfora de la creación artística, una metáfora viviente como esculpida entre las paredes de la casa-taller del pintor de Tomelloso. En El sol del membrillo el argumento se revela en el desarrollo de la relación trenzada entre el continuum de la vida orgánica del membrillero y el continuum de la realización pictórica, y nunca al margen o por encima de la relación surgida entre estos dos cursos o continuidades. Al tiempo, la película descubre un doble fondo a este argumento que parecería delineado según los cánones de la más estricta ortodoxia documental: un fondo que quedaría, sin embargo, inédito si Víctor Erice no hubiera empujado su realismo por la pendiente de las conexiones de la psyché o hubiera evitado zambullir la mera documentación de hechos en las profundidades lingüísticas de la mente. En su último tramo, la película se hace nocturna, fantasmal... onírica: roza el tuétano de aquella conciencia que hemos visto volcada en el trabajo diurno con ascética dedicación y escrúpulo profesional. Víctor Erice recoge la voz del sueño del pintor y la recorta (en over) contra las imágenes de aquella realidad respecto de la cual esa voz es una radiación inconsciente pero significativa: Antonio López se aparta en el sueño de las correspondencias psicológicas que habían impresionado su imaginación durante la vigilia y apunta a conceptos allende la órbita inmediata de su trabajo (el lugar en que nació, la infancia, sus padres...); pero, simultáneamente, persevera durante el sueño en la exploración de la realidad que dejara atrás, sucumbiendo a las imágenes que le han acompañado (el barro a sus pies, el árbol membrillero). Apartarse y sucumbir a la realidad que ha rodeado su esfuerzo artístico, ésas son las dos direcciones del sueño de Antonio López en la noche: ambas, formando una corriente única de la conciencia del pintor, hacen que éste remonte el curso de su vida y que interprete, magnetizado por el presente, su infancia más lejana, y, en sentido contrario, que el discurso onírico revista su reciente y frustrado esfuerzo creativo con el esplendor nostálgico de la niñez.“Estoy en Tomelloso, delante de la casa donde he nacido. Al otro lado de la plaza hay unos árboles que nunca crecieron allí. En la distancia reconozco las hojas oscuras y los frutos dorados de los membrilleros. Me veo entre esos árboles, junto a mis padres, acompañado por otras personas cuyos rasgos no logro identificar. Hasta mí llega el rumor de nuestras voces, charlamos apaciblemente. Nuestros pies están hundidos en la tierra embarrada, a nuestro alrededor, prendidos de sus ramas, los frutos rugosos cuelgan cada vez más blandos. Grandes manchas van invadiendo su piel y en el aire inmóvil percibo la fermentación de su carne. Desde el lugar donde observo la escena no puedo saber si los demás ven lo que yo veo. Nadie parece advertir que todos los membrillos se están pudriendo bajo una luz... que no sé cómo describir, nítida y a la vez sombría, que todo lo convierte en metal y ceniza. No es la luz de la noche, tampoco es la del crepúsculo. Ni la de la aurora”.No es la luz de la noche, tampoco es la del crepúsculo. Ni la de la aurora... efectivamente, en el discurso del sueño hay algo más que lo dicho hasta aquí: está la propia cámara de filmar de Erice. Curiosamente, el más "callado" de los autores cinematográficos es también el más perspicaz a la hora de revelar la naturaleza invasiva de su medio artístico. Medio simultáneamente conmemorativo y embalsamador de la naturaleza. Que agrede a la vez que homenajea, que influye a la par que registra... Comprobemos de qué modo se articula este tema en la virtuosa (sobre todo por lo que concierne al montaje –visual y sonoro- e iluminación) secuencia del sueño. Al anochecer, tras una sesión como modelo para un retrato yacente que ocupa a su esposa, el pintor cede al sueño: tiene entre sus manos una piedra tallada y traslúcida sobre la que concentra la atención mientras posa. Antonio López reflejado en el lienzo de gran formato de María Moreno y, entre sus dedos, un poliedro de cristal que rueda a los pies de su mujer al vencerle el sueño. Ésta lo devuelve al bolsillo del gabán oscuro del durmiente en un delicado plano de inserto, como extraído de El sur. Se apagan las luces.Plano general. Exterior-noche: la torre de la teledifusión española, elevada sobre asépticas autovías, preside la noche con carácter y autoridad totémicos. Una secuencia de montaje de cuatro planos de dimensiones progresivamente reducidas sigue al primero. Cuatro encuadres del comportamiento de la tribu virtualmente arracimada en torno al tótem: un edificio de interiores iluminados por la luz refulgente de los aparatos de televisión; a través de las ventanas, bustos ensombrecidos apagan su receptor y se retiran dando por concluidas sus jornadas a indicación del nuevo crepúsculo catódico. Este bloque introductorio se cierra con un corte al plano primero: la torre de teledifusión se apaga. El sol de hondas hertzianas se ha ocultado completamente en el horizonte confeccionado de imágenes del hombre contemporáneo.Fundido en negro. La sombra del mecanismo cinematográfico. Una señal aguda indica que el dispositivo automático de la cámara de filmar se activa. Un plano de un grupo de sombras proyectadas sobre una pared resulta elocuente acerca de la naturaleza fantasmagórica del medio fílmico: el cuerpo mecánico de la cámara montado sobre trípode se inclina a los pies del árbol membrillero. La luz se hace más contrastada. El ruido del motorcillo de la máquina filmadora. Fundido en negro. El mismo grupo, cuya sombra se proyectaba en el plano anterior sobre la pared, se representa ahora al natural: en el silencio nocturno del jardín, con luz cenital plateada, la cámara enfoca a los frutos caídos al suelo. Sin corte de plano: nueva activación automática del dispositivo, ruido del motor, iluminación artificial. Primer plano del fotómetro, primer plano del foco de tierra, primer plano de los membrillos iluminados, dos más de los pies del trípode ajustados a las guías que se fijara en el suelo el pintor, gran primer plano frontal de la lente de la cámara, en último lugar, de un membrillo maduro con sus carnes marcadas por el pincel de Antonio López. La coda remite al inicio de la secuencia de montaje: plano general sobre el jardín, la filmación se detiene. El cuerpo mecánico de la cámara ha usurpado el lugar de trabajo del pintor, su lente a la mirada, la luz eléctrica al rayo solar: aparece en escena cuando los membrillos han perdido su plenitud y en el punto del día en que más oculta está la luz que perseguía el artista. Proyecta sobre los cadáveres frutales una mirada lunar, vampírica, que puede operar en ausencia de lo humano.Fundido en negro. El sueño. Plano de la luna llena que se deja ver al descorrerse una cortina de nubes. Música de cuerdas graves que en un crescendo nos conduce al interior del taller de Antonio López. En la oscuridad plateada van apareciendo obras de su mano: primero una pintura, escena de familia a la mesa, que se va desvelando poco a poco, luego un anaquel de bustos y cabezas esculpidos, finalmente una máscara que se funde nuevamente con la luna llena... De la luna al rostro de Antonio López: la música se rompe en un rasgueo melódico del violonchelo que introduce la voz del durmiente en over (Estoy en Tomelloso...). A la corriente de voz del sueño (nadie parece advertir que todos los membrillos se están pudriendo bajo una luz...) le responde la corriente de primeros planos de frutos en etapas progresivamente más avanzadas de laceración. Que no sé cómo describir, nítida y a la vez sombría, que todo lo convierte en metal y ceniza: el último membrillo de esta serie de imágenes está totalmente descompuesto. Antes de que el pintor dé la pista definitiva de este "whodunit" que tiene como "víctima" los frutos de la naturaleza, la película nos retorna al plano del grupo de sombras formada por la cámara y el árbol: No es la luz de la noche. Tampoco es la del crepúsculo. Ni la de la aurora. Fundido en negro.

La captura del tiempo (26/08/2006)
“Hay películas en las que durante su visionado ya intuyes que estas ante una obra maestra. Esta es una de ellas desde los primeros compases.
La vi hace unos días y estuve meditando hasta hoy si merecía la pena escribir algo sobre ella y, en caso de hacerlo, cómo iba a afrontar esta redacción. No es fácil por mi mente cartesiana, que se empeñará en exponerles mi interpretación de la intenciones del director Víctor Erice. No es fácil porque es imposible abrazar "El sol del membrillo" con palabras. Me supera. Es una película que ha pasado junto a mí y de la que me siento testigo excepcional. Es infinita: Es cómo si ya hubiera empezado cuando te pones a verla y cómo si continuara una vez has terminado el visionado. Unas imágenes y un ritmo que me hacen perder la sensación del paso del tiempo de tal manera que llega un momento en el que me pareció llevar todo el día viendo la película. Yo veo la imposibilidad del artista por capturar un instante, por atrapar el tiempo en una obra de arte: La de Victor Erice con Antonio López y la de éste con el sol que se posa sobre el membrillo. Pero ya avisé que esa es la mente analítica y cartesiana. En el fondo, en lo profundo, lo que queda es un enorme poso por la experiencia vivida”.
Iván
Invitación (22/08/2006)
“¿A qué apunta el esfuerzo de Víctor Erice por recrear de la forma más clara y límpia posible, mediante el cine, la experiencia directa e inmediata de la vida, ese latido del tiempo del instante y la cotidianidad que podemos reconocer cada uno de nosotros?
¿Dónde quiere llevarnos una vez nos tiene inmersos en ese tiempo tan reconocible (y sin embargo, paradójicamente tan extraño en el cine en general)?
Sin duda al sueño de Antonio López, que se narra hacia el final de la película, que es lo mismo que decir a nuestros propios sueños, al mundo del sueño, a esa trascendencia del tiempo inmediato y cotidiano que todos sentimos y reconocemos en las imágenes y los sonidos de la película.
Víctor nos invita a entrar en el mundo de los sueños una vez hemos aprendido a mirar algo el tiempo de Antonio y el nuestro propio mirándole. Pero este mundo de los sueños nada tiene que ver con una fantasía gratuita, convencional y alienante, completamente despegada de la realidad. No, el sueño de Antonio López es la realidad transcendental y metafísica que anida en el corazón humano y que hace desaparecer todo tiempo y todo espacio para situarlo en el camino de los misterios de la existencia, donde habitan la belleza, las formas, la luz, el tiempo, la conciencia, la realidad, el arte, la naturaleza, la vida...
Como le decía Antonio a Víctor:
’Si quieres verlo, la realidad entera está en el árbol’”
Antón

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